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El estrés en los exámenes y cómo enfrentarlo: una mirada personal


Cada vez que se acercan los exámenes, siento que el ambiente a mi alrededor cambia de manera casi imperceptible, pero constante. Los días parecen más cortos, las tareas se acumulan, y los nervios comienzan a instalarse en mi cabeza, como un reloj en cuenta regresiva que no puedo detener.


Las horas de estudio se extienden más allá de lo que quisiera, y la presión por lograr un buen rendimiento empieza a pesar como una carga difícil de soltar. Es en esos momentos cuando me doy cuenta de que el estrés, inevitable en estos periodos, se vuelve mi compañero constante. Lo curioso es que, con el tiempo, he aprendido que el verdadero desafío no es el examen en sí, sino la manera en que me enfrento a esa presión interna.


Recuerdo las primeras veces que experimenté el estrés en los exámenes. Me parecía que ese malestar era algo completamente negativo, una sensación que me bloqueaba y no me dejaba pensar con claridad. Las noches previas a una prueba eran las peores, llenas de pensamientos como “¿Y si no sé nada?”, o “¿Qué pasa si me quedo en blanco frente a la hoja?”. Esa sensación de estar atrapado en un ciclo de nerviosismo me acompañaba constantemente. Sin embargo, lo que he aprendido es que el estrés no siempre es el enemigo, y entenderlo ha cambiado mi forma de lidiar con los exámenes.


Hoy en día, veo al estrés desde una perspectiva diferente. No lo considero solo un obstáculo, sino una señal de que lo que estoy haciendo me importa. Si no sintiera esa tensión, tal vez significaría que no me preocupa mi rendimiento, que no me esfuerzo por dar lo mejor de mí. El truco está en no dejar que ese estrés me controle por completo. Claro, hay una delgada línea entre la preocupación saludable y la ansiedad paralizante, y cruzarla puede hacer que todo se vuelva más complicado. Pero, cuando encuentro el equilibrio, esa sensación de presión se convierte en una fuente de energía, un empujón que me impulsa a organizarme mejor, a ser más eficiente y a no dejar las cosas para el último minuto, como solía hacer.


He notado que uno de los mayores cambios en mi manera de enfrentar los exámenes ha sido la forma en que veo el resultado. Antes, el examen era para mí una sentencia, una prueba definitiva de mi valor académico. Cada error me parecía un fracaso personal, y una calificación baja era como una etiqueta de incompetencia que me colocaba a mí mismo. Ese tipo de pensamientos lo único que lograban era aumentar mi ansiedad y hacer que todo el proceso se volviera mucho más pesado de lo que realmente era. Hoy en día, intento ver el examen desde otra perspectiva: como una oportunidad para demostrar lo que sé, pero sin la presión de tener que ser perfecto.


Nadie es perfecto, y eso es algo que me ha costado mucho aceptar. Durante mucho tiempo, me obsesioné con la idea de que cada examen debía salir impecable, sin errores, como si mi vida dependiera de ello. Pero la realidad es que equivocarse es parte del proceso. Un examen no define quién soy ni lo que soy capaz de hacer. Es solo una evaluación momentánea de lo que he aprendido hasta ese punto, y, si me va mal, lo importante es reflexionar sobre qué puedo mejorar, en lugar de castigarme mentalmente. Ahora trato de recordar que, al final del día, el valor de lo que soy no está atado a un número en una hoja.


Otro aspecto clave que he aprendido a lo largo del tiempo es el poder de los descansos. Cuando empecé a enfrentar exámenes, caía en la trampa de creer que estudiar durante horas interminables era la mejor estrategia. Pensaba que cuanto más tiempo pasara frente a los libros, más aprendería, y que, si me tomaba un descanso, estaba perdiendo tiempo valioso. Sin embargo, pronto me di cuenta de que estudiar sin pausas solo me agotaba mentalmente. Mi concentración se desvanecía, y todo comenzaba a mezclarse en mi cabeza, haciendo que el estudio fuera menos efectivo.


Ahora, he incorporado los descansos como una parte fundamental de mi rutina de estudio. Me di cuenta de que mi mente necesita desconectarse por momentos para poder rendir al máximo. Salir a caminar, hacer ejercicio, o simplemente sentarme a escuchar música me ayuda a despejar la mente. Incluso un par de minutos de descanso pueden marcar la diferencia entre sentirme abrumado y retomar el estudio con energía renovada. Entender esto ha sido un cambio importante en cómo manejo el estrés, porque me permite mantener un equilibrio entre el esfuerzo y el bienestar.


Por último, hay algo que ha sido crucial para mí: aprender a ser amable conmigo mismo. El miedo al fracaso es algo que todos sentimos, pero lo que he descubierto es que no se trata de no fallar, sino de cómo me enfrento a esos momentos en los que las cosas no salen como espero. He tenido exámenes en los que, a pesar de todo mi esfuerzo, no obtuve el resultado que quería. Antes, me habría castigado mentalmente durante días, preguntándome qué hice mal. Ahora, trato de verlo como una oportunidad para aprender, para mejorar y para entender que una mala calificación no define mi capacidad ni mi futuro.


En resumen, el estrés en los exámenes es algo que todos vivimos de manera diferente, pero lo que he aprendido en este camino es que la clave está en cómo enfrentamos ese desafío interno. No hay fórmulas mágicas ni soluciones universales, pero desde mi experiencia, puedo decirte que lo más importante es encontrar un equilibrio entre la preparación, el descanso y la autoaceptación. Aprender a ser amable conmigo mismo, a dar lo mejor de mí sin buscar la perfección y a entender que el estrés es parte del proceso, ha cambiado mi manera de ver los exámenes. Al final del día, no se trata de ser perfecto, sino de crecer con cada experiencia y seguir adelante con confianza.



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