Rocío de café
- María Fernanda Bocanegra Orozco
- 7 abr
- 3 Min. de lectura
El tiempo en los últimos días carecía de solicitud, dejando la primavera en un suceso fugaz y el otoño en un presente de hojas secas. En su casa de polvorientas sensaciones, se encontraba tocando las teclas de su computadora lisa mientras pensaba en las siguientes palabras que compondrían la base de su trabajo. Pasaba el tiempo allí entre palabras y hechos buscando la realización de su deber cuando escuchó un leve trueno cantar en el aire, al cual le siguieron los golpeteos de las gruesas gotas de lluvia condensada. Rápidamente se levantó de su acolchado asiento y se encaminó hacia el alféizar de su ventana, en la cual contempló las obras de la tormenta.
Un ominoso sentimiento le tocó mientras tocaba la ventana polvorienta, siguiendo con la punta de su dedo gastado la gota redonda que caía sin orden en ella. Los días lluviosos perforaban la máscara de hierro que cubría su memoria, abriendo diminutos huecos por los que su nostalgia y tal vez ciertos recuerdos se filtraban por un desigual drenaje. Singularmente, no le tomaban por sorpresa aquellas filtraciones, aún si la incomodidad le estremecía con la fuerza de un vendaval, con los músculos temblorosos y los pequeños vellos de su piel tan rectos como la esquina de su pared. Ciertamente le gustaba ignorarlos, mendigando por el camino insensato de un ignorante grato, con la cabeza en los cedros de su presente mientras se negaba a conocer su pasado. Sin embargo, como suele suceder, la ignorancia es impredecible ante el peso de un recuerdo, el cual se mostraba en forma del líquido marrón en su taza de porcelana.
Tomó del café en su taza, con la dulzura en la lengua, recordando una tarde abrigada bajo el velo de una pequeña casa, con sus curiosas esquinas verdosas y las plantas de puntiagudas hojas que se enredaban en las columnas, en las cuales, con el rostro en alto, se paseaba con el pecho elevado por la victoria contra la rebelde hermana de cabellos cenizos, que entrecerraba las cuencas de sus ojos con sus menudos labios fruncidos, clamando por justicia y tal vez una incomprendida pérdida. Recordaba también un edificio amaderado de juegos en papel, donde respiraba el familiar olor cándido, pero amargo del grano de café, donde, jugando con una taza de lisa porcelana, en sus manos ladeaba su sonrisa ante la voz oscura de una vieja compañera, de cejas gruesas y sonrisa pasajera, junto a las palabras ligeras de un tímido amigo de mejillas rojas con risa contagiosa. Finalmente recordaba el roce suave de una pared campesina en sus manos, las cuales con sus rugosas consistencias le golpeaban la piel mientras oía las palabras coloquiales de un humilde campesino que en su juventud daba vida a la mies. Recordaba entonces las breves, pero curiosas conversaciones que les recorrían, con juguetonas letras que tatuaban sus vidas junto a una planta de café.
Tocó la porcelana de su taza agrietada, contemplando el humo blanquecino que se mecía en la brisa fría de la habitación. Observó entonces también el sutil movimiento del líquido caliente en su mano; lo acercó a su nariz, dejándose impregnar de su amargo dulzor. Puso entonces nuevamente su taza en la mesa sencilla de su habitación, apoyándose en sus manos para perderse en la silueta de la lluvia que rociaba las calles, mientras la poca claridad que quedaba en el cielo se apagaba con la rapidez de una vela, dejando los faroles metálicos con la libertad de su luz. Con dejadez dio un largo e insípido suspiro, tomando de la taza en sus manos y sorbiendo del líquido en ella, mientras deseaba que, en lugar de agua, lloviera café.
Guauuu que lindo, lo que escribiste eres una gran escritora.