La pobreza que invisibiliza
- Juan José Tunjano Comba
- 3 sept 2024
- 5 Min. de lectura
En el 'ghetto' de aquella ciudad, se encontraba entre cenizas de muerte olvidada, la pobre vida de una niña, de ojos cansados y manos callosas; por causa del trabajo su frente brotaba gotas de sudor que impregnaban el suelo del dolor de su existencia. Su nombre se perdía entre los exiliados, aquellas almas exhaustas que reposaban sobre la fina capa de harapos, cubiertos de las lágrimas derramadas por la desesperanza y el desamparo de sus familias. Su nombre era un recordatorio de la oscuridad y maldad que alberga el mundo; y a causa de su condición, su vida se resumía en ser marginada.
Atrapada entre sombras, los rincones de edificios abandonados valientes se atrevían a abrazarla. Rodeada de polvo que se perdía entre el viento; quería ser parte de esa nube que desaparecía en la nada; y con el único propósito de encontrar uno, vagaba entre senderos cubiertos de la normalidad de los individuos que moraban en el lugar, buscando un lugar de escape.
En su corazón construía fortalezas con caballeros que la protegían, jardines llenos de flora colorida, y ríos que permitían reflejar la belleza de aquellas flores que evocaban un aire de calma y paz; el único lugar que le brindaba tranquilidad, amando la perfección de su imaginación, e ignorando la enfermedad de su realidad.
El flujo del tiempo la arrollaba, y el dictamen de destino la agobiaba, viviendo entre fuego y frío, siempre se preguntaba si algún día sus sueños podrían desgarrar los velos que la ocultaban de los demás, si la calidez que sentía en sus fortalezas imaginarias podía derretir el hielo que la encadenaba en la profunda mar, mientras se ahogaba en la marea de su llanto, chapoteando para no hundirse en la miseria de su propia existencia, esperando un bote salvavidas que le diera alientos para seguir luchando.
Despiadada se impone la cruda realidad de la vida de la pequeña. Sus más grandes anhelos eran iguales a una estrella fugaz. Se contemplaba a sí misma con una brillante estela, caminando sobre estrellas y sosteniendo el sol en las palmas de sus manos. Pero, tan rápido cómo dominaba la galaxia, su brillo se extinguía, cómo una pobre llama en medio de un bosque congelado. Pronto descendía, a los escombros de lo que un día intentó construir, golpeándose contra la mundana situación de su realidad.
El hambre de conquistar nuevos mundos era más intensa que la de su estómago, y en su desesperada sed, tomaba agua salada, arrugando y secando por completo sus reservas de fe. Sus trayectorias se ven obstruidas por grandes rocas, obstáculos imponentes que surgían en su camino cómo enormes estatuas guardianas de esperanza. Sus pasos dejaban huellas de pies descalzos, y en cada salto por rozar la migajas de las oportunidades, solo caía en el estado que se negaba a ceder con dura resistencia.
En otros de sus incontables martirios, se situaba en el extremo más alto de un puente, contemplando llorosa el horizonte. El amanecer era el único que parecía interesarse en verla. Los primeros rayos de sol llegaban velozmente a ella, y con un cálido abrazo, sus llamas la envolvían, resguardándola del frío de la amarga noche. Esa estrella dorada era la única que la abrazaba aún en sus peores días, jamás deteniéndose a juzgar su aspecto putrefacto ni el olor que emanaba de su prenda raída.
Mientras el sol ascendía lentamente, el puente, testigo de su dolor silencioso, la sostenía meticulosamente. Al mismo tiempo, la luz cálida dibujaba un hermoso paisaje en las montañas, en el que la niña hallaba un breve suspiro de consuelo. El universo parecía haber culminado su obra, creando una frontera entre la esperanza y la miseria, el cielo y la tierra, los sueños y la realidad. El fuerte destello del sol engrandecía y cegaba la mirada de la infante, destinada a vivir en un ciclo interminable de anhelos y desilusiones.
Esperaba con paciencia, así como esperaba que la indiferencia de los demás cambiara, confiando en el instinto guardián del sol, que se preocupaba por encontrarse con ella cada mañana y acurrucarla en cada anochecer. Deseaba que el sol se situara en el punto más alto del cielo para que todos pudieran verlo, como un faro de esperanza en la oscura noche. Entonces, cuando los polos estaban en el total punto de choque, la niña abrazó su fatal destino, uniendo sus lágrimas y humor en un solo fluido. Su corazón latía más rápido que el aleteo de un colibrí, y por su mente pasaba una recapitulación de todos los acontecimientos de su vida.
Una vez más, observando el sol en su punto más alto, ella aceptó convertirse en la sombra de aquella luz inagotable. Con el corazón pesado y los ojos clavados al horizonte, se vio a sí misma en el extremo más bajo de su vida. Finalmente, dio el salto de fe que necesitaba para encontrar su destino, lanzándose al vacío con la débil esperanza de que su dolor se desprendiera de su alma. Su cuerpo estaba exhausto del camino recorrido, pero su alma aún clamaba por una redención.
En el último segundo, se despidió con un tono trágico, a punto de presenciar el abismal encuentro que había estado buscando. Sentía la corriente del aire atravesar su cuerpo, una sensación que invadió hasta lo más profundo de su conciencia. Era el último suspiro de su vida, el final de una existencia marcada por el sufrimiento, desde su nacimiento hasta el día en que decidió firmar la página final de su historia.
El impacto tuvo un silencioso sonido, un encuentro final con el propósito que tanto buscaba. Su cuerpo desfigurado y quebrado estaba adherido al suelo, la vida se desvaneció en su mirada, dándose cuenta de que al fin pudo ser parte de la nube de viento que desaparecía en la nada. La sangre, mezcla de la tristeza y desesperación con la que solía vivir, empezó a mezclarse con la tierra, tiñendo de tono carmesí el abismo que la contenía.
La tierra, en su gélido anhelo de esconder toda evidencia que la inculpara de la muerte, absorbió el líquido vital que escurría de la piel de la pequeña. A su alrededor, el viento impactado y expectante de entender el porqué, rodeaba el cuerpo inerte con murmullos desesperados. Rogaba socorro entre gritos silenciosos, pero era inútil; nadie escuchaba los susurros de la corriente, que se perdía en la lejanía del mundo exterior.
Ahora en muerte, nadie se enteraría de dicha calamidad, pues no habrían rastros y facciones que ayudaran a reconocer a la pobre marginada, olvidada y rechazada por las mismas personas que la condenaron a sufrir múltiples cadenas de cobre oxidado que le habían cortado las alas.
En lugar de caminar entre estrellas, y brillar sobre el planeta, ella se transformó en un vacío oscuro, basura de lo que alguna vez fue, ahora absorbida por la noche eterna que cierna el lugar. La gente pasó sin mirar, y con la oscuridad que la envolvía, vio el reflejo de su vida en las sombras de los edificios desamparados que le sirvieron de hogar.
Comments